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Es una paciente, muy asustada, de unos 50 años. Hace unos meses le extirparon los ovarios por un cáncer que, desafortunadamente, se había extendido al peritoneo. Del hospital de su pequeña ciudad la remitieron a un gran hospital de Barcelona, que, le dijeron, investigaba nuevos tratamientos para su situación. La recibió un  doctor que, al parecer, no tenía pelos en la lengua: “Usted no es una enferma terminal, está en el cuarto estadio de la enfermedad, pero no es terminal”.  Añadió que la iban a incluir en un estudio comparativo entre dos tratamientos, porque no sabían aún cual era el mejor. Ella aceptó, aunque no acababa de entender lo que le proponían. Pero, ¡que bien se portaron todos con ella! Todo era facilidades. Un taxi iba a su ciudad a buscarla por la mañana. Al llegar al hospital le ponían inmediatamente el tratamiento y luego, otro taxi, la devolvía a casa. Las exploraciones que le solicitaban las hacían inmediatamente. Recuerda una TAC que le hicieron de un día para otro. ¡Que maravilla, cuanta eficiencia¡. Pero concluyó el estudio y le dijeron que ahora pasaba a otro tratamiento, no incluido en ningún ensayo. Esperó el taxi pero no llegó. Preguntó por el taxi y le dijeron que ahora no había taxi, que tenía que venir por su cuenta.

Lo hizo. Recibió otro tratamiento. Al finalizarlo le pidieron un TAC.

Le dieron fecha para dentro de dos meses. Pero, preguntó, ¿no me los hacían de un día para otro? No, es que ahora no estaba en aquél estudio que proporcionaba taxi y TACS inmediatos. De repente cayó del guindo: ahora era una enferma del seguro. Ya no estaba en un ensayo financiado no sabía bien por quien.

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